VV AA
El asunto de este libro, en apariencia baladí, es tratado con ligereza por aquellos que solo ven turismo en una capital levantada sobre el poema de su nombre. El honor es nuestro, pero el título de este prólogo es un homenaje a Blas de Otero, poeta que nació en Bilbao, pero murió en Madrid. Si obviamos aquel poema sublime dedicado por entero a la ciudad («Madrid, divinamente»), creemos que merece la pena reproducir la estrofa en la que aparece reflejado el verso bronco y rudo del poeta bilbaíno porque alumbra con su canto la metrópoli oscura de posguerra, el emporio madrileño, aquel fuerte inicial construido a la orilla de un río que ahora es un hospitalario lecho de algas florecidas: «Esto es Madrid, me han dicho unas mujeres / arrodilladas en sus delantales, / este es el sitio / donde enterraron un gran ramo verde / y donde está mi sangre reclinada». Homérica ciudad, cuna y sepulcro de muchos que hemos derramado entre sus calles y bodegas los alegres días de la juventud, durante su historia ha aceptado en su seno a poetas disconformes llegados de los confines del planeta, porque uno nace poeta en su tierra, pero se hace y perece en Madrid.
En el cementerio de La Almudena, por ejemplo, cabe la posibilidad de que entre sus más de cinco millones de sepulturas haya algún bardo enterrado: allí están, en efecto, Vicente Aleixandre, Dionisio Ridruejo y Dámaso Alonso; mientras que en el de San Justo descansan a perpetuidad Larra, Espronceda, Marquina y Gómez de la Serna. Blas de Otero, poeta anteriormente citado, vive con su silencio vital y su ruido literario entre las tumbas del Cementerio Civil. No es por insistir, pero es inevitable recordar que recién llegado a la ciudad del abrigo y la derrota, de la resistencia y la fortuna, vio alumbrarse en él la poesía bronca que traía en la carpeta cantábrica de pasta parda y gomas elásticas de color chicle. Da igual de donde uno sea, Madrid nunca te deja indiferente, siempre ofrece al rapsoda trasladado a la polis caporal en busca de fortuna un espacio vital sobre el que escribir sus versos: ahí están, sin ir muy lejos, los que dedicaron a la villa y corte José Bergamín («Madrid, alma encendida a su espejismo: / ciudad nocturna en urna de su hielo»), Gloria Fuertes («¡Ojalá sea mentira esa bola / de anhídrido carbónico / que pende bajo el cielo de Madrid!»), Miguel Hernández («Esta ciudad no se aplaca con fuego»), Dámaso Alonso («Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres»), o el propio Góngora, con su estilo culterano: «La invidia aquí su venenoso diente / cebar suele, a privanzas importuna».
La conducta ética y la estética literarias, columnas de la edificación poética de una ciudad de líneas intrincadas si la comparamos con la cuadrícula urbanística de Barcelona, que poco a poco se ha vuelto fértil y moderna, con versos de diversa calidad pintados y esparcidos por sus calles, son puentes con el que unir suburbios, almas, cantos rodados sobre un río muy poco caudaloso. En efecto, el río Manzanares, afluente del Jarama y este del Tajo, fue protagonista de chistes y comentarios jocosos en la época barroca, pues nunca tuvo agua suficiente para arrastrar y soportar las basuras fecales generadas por una ciudad tan demandada. Si bien algunos estudiosos sostienen que su hermoso nombre proviene del celta («Magerit»), hay otros, sin embargo, que lo emparentan con el árabe hispánico, algo más encantador: «arroyo matriz». Madrid sería matriz y centro, por lo tanto, mandorla y madre odiada por los pueblos de la periferia, pero también «mayrit», esto es, conducción o canalización de agua que sirvió a sus primeros pobladores para llevar el líquido elemento a la meseta habitada. Lo que parece claro a estas alturas es que Madrid fue una ciudad edificada sobre el agua, y los poetas que han ido bullendo a lo largo de su historia, han sido canalizados por los brazos extendidos de una ciudad que siempre ha tenido sus puertas abiertas a la poesía extraordinaria. Si las vidas son los ríos como dijo Manrique, hoy el Manzanares ha renacido y está lleno de vida.
Poetas de Madrid es un título generoso, como lo es Madrid. Cabe decir que aquí se trasladó la Corte desde Valladolid donde vivieron Cervantes y Lope por un breve tiempo, y quizá conocieran a Shakespeare, y con ella el poder de validos y consejeros reales que podían dar cobijo económico a los poetas. A Madrid, que carece de playa y de salida al mar, Machado la llamó «rompeolas de todas las Españas». Esto tiene su parte de verdad. Durante los últimos siglos muchos escritores y artistas, llegados de diferentes puntos del amplio territorio de habla española, se han trasladado a Madrid «en oleadas» para conquistarla con sus libros de poemas, obras teatrales, novelas y relatos, como si la península escondiera un tesoro más allá de su arrecife de coral. Esta antología, de hecho, demuestra que la ciudad los atrajo desde puntos muy distantes: Rubén Darío, por ejemplo, nació en Nicaragua; Valle-Inclán en Galicia; Góngora era andaluz; Cervantes nació en Alcalá de Henares, a treinta kilómetros de Madrid; tan solo Francisco de Quevedo y Lope de Vega fueron madrileños de pro, circunstancia que tiene su correlato en la geografía humana de la metrópoli: al menos, la mitad de sus habitantes somos oriundos de otras partes de España. No es una rareza madrileña, no, es un rasgo que comparte con Londres o París. Y a este paso, a los «gatos» apodo por el que se conoce a los madrileños habrá que preservarlos como un bien cultural. El apodo, de hecho, tiene su historia. «Gato» fue un apellido muy célebre en la conquista de Madrid en tiempo del rey Alfonso VI. La leyenda parece sencilla: en el asalto de la villa un soldado valeroso trepó por la muralla ayudado de una daga que clavaba en las juntas de las piedras. Sus camaradas, al ver la hazaña prodigiosa señalaron que parecía un gato, palabra por la cual comenzó a conocerse también a sus descendientes. La familia llegó a ser tan importante en Madrid que no se consideraba nobleza castiza a la que no pertenecía a aquel linaje. Fue tal el éxito del mote que, con el tiempo, se acabó llamando «gatos» a todos sus habitantes. Para muestra de lo que venimos diciendo, un botón: el editor de este libro es madrileño, es decir, «gato»; mientras que quienes han seleccionado los textos y escrito los textos que los acompañan, son un vasco y un navarro, emigrados interiores llegados desde diversos puntos de la península. La multiculturalidad ya es un hecho en una ciudad que alberga desde hace ya varias décadas una comunidad hispanoamericana muy amplia venida desde Ecuador, Bolivia, Perú, Colombia, Argentina ¡Por no hablar de los europeos, norteamericanos, africanos o asiáticos que viven aquí! No es una exageración: en este país, que es de todos, viven un millón y medio de hispanoamericanos que dicen sentirse aquí «como en casa». Con esto pretendemos decir que la presencia de Rubén Darío en la antología representaría el porcentaje de población de hispanoamericanos que, orgullosos de la ciudad que los acoge, llevan en su voz la misma lengua; Góngora y Valle-Inclán, la de los periféricos; Cervantes la de los vecinos cercanos a la ciudad; y Lope y Quevedo la de los nacidos en Madrid. Porque a los que vinimos de otros puntos de España nos atrajo de esta ciudad, que ha dejado de ser un «poblachón manchego», su cortesía, la ausencia de rechazo, como debe ser en un espacio caracterizado por su cosmopolitismo.
Madrid creció mucho desde los años cincuenta y sesenta gracias a la inmigración de andaluces, extremeños, gallegos o asturianos Las numerosas tascas, restaurantes y tablaos, regentados por los descendientes de aquellos inmigrantes, son buena prueba de ello: gastronomías tan distintas como el gazpacho, el salmorejo, los boquerones fritos o el marisco se unen en las mismas calles, como los poetas y escritores de este libro, con la casquería y el cocido, el chorizo criollo y el bocata de calamares, el besugo y los frijoles, las sopas de ajo y los huevos estrellados. Creemos, pues, que queda más que justificado el título, Poetas de Madrid, pues esta es una ciudad sin una identidad definida algo my de agradecer y cuya única rivalidad quizá sea futbolística, ¿Real Madrid o Atlético de Madrid?, sin que por ello falten aficionados a otros clubs peninsulares o a los tres equipos restantes, algo más humildes, aunque bravos, de la ciudad y alrededores: el Rayo Vallecano, el Getafe y el Club Deportivo Leganés.
Para finalizar, queremos señalar que se han escogido textos de escritores que pertenecen a dos de las generaciones más excelsas de la literatura: el llamado Siglo de Oro y el modernismo. Los poemas y fragmentos en prosa seleccionados son aquellos que los niños debimos aprender de memoria en el colegio. Son textos canónicos, es decir, clásicos, que no han quedado fosilizados, sino que continúan su andadura a través de los senderos de la memoria de los hombres; al contrario, en ellos, releídos hoy, podemos encontrar la picaresca, tan propia de Madrid, el humor, el ingenio verbal y la belleza, la profundidad y la reflexión poética. El lector hallará algunos de los conceptos que forjaron a lo largo de la historia cierta visión de los españoles: el honor, la mordacidad, el carácter bravucón, pero también la fatalidad y el influjo inevitable de la fe religiosa. La gran mayoría de autores aquí seleccionados convivieron, no siempre en buena avenencia, en el llamado Barrio de las Letras, también llamado de los literatos y de las musas, situado en la zona de Huertas, una de las más castizas de Madrid. No resulta difícil imaginar a Quevedo componiendo sátiras contra Góngora en una taberna mientras Diego de Velázquez observa, sentado en un banco de Antón Martín, el cielo matritense color azul porcelana y la luz de prisma que luego el genio llevaría a su pintura. Ni a Lope, encerrado en su casa de la calle Cervantes, en su alcoba con una bella muchacha o en su estudio, acabando una nueva comedia, entretanto el propio Cervantes, asomado a una ventana de la vivienda que ocuparía en la esquina de la calle León, realizaría una pausa de cinco minutos en su larga travesía quijotesca, y repararía en un Góngora enjuto que dibuja en su mente un hipérbaton imposible tras una penosa partida de cartas camino de su casa de la calle Quevedo, lugar del que lo echaría el propio Quevedo tiempo después, provocando la anécdota inmobiliaria más universal de la historia de las letras. Si este barrio estuviera en Londres, París o Berlín, sería uno de los espacios culturales al aire libre más importantes del mundo.
Esto es Madrid.