VAN ZUYLEN, MARINA
Hace cinco siglos, Montaigne aprendió a aceptar su defecto particular: la incapacidad de pensar en línea recta. Sus ensayos son divagaciones mentales, alegres libaciones de flor en flor que se transforman en revelaciones inquietantes por inconclusas. No tienen nada de prácticos y su sabiduría no se puede reducir a eslóganes. El autor de los Ensayos describe su propio estilo como un vagabundeo y admite que cada vez que se embarca en un tema termina tomando un camino diferente, nunca el que se proponía. Si Sócrates podía empezar a hablar del amor para terminar hablando de retórica, ¿por qué no podía él también?, se pregunta, ¿por qué temer estas variaciones? Pero Montaigne no es el único que defiende y celebra la distracción como fuente de inagotables placeres y de hallazgos que en el pensamiento lineal nos serían vedados: Kierkegaard la alabó como una alegre receptividad al mundo de luces y sombras que lo rodeaba; Bergson la veía como una percepción agudizada; Nietzsche afirmaba haber tenido sus ideas más fecundas mientras deambulaba sin rumbo y Proust no salió a buscar la mayor de las epifanías caminando en línea recta, se dio de bruces con ella. En este breve ensayo, Marina van Zuylen recorre nuestra tradición literaria para ofrecernos una reflexión apropiadamente sinuosa sobre los efectos beneficiosos de la diversión y la dispersión, de los rodeos y los desvíos e incluso del tedio y la confusión. Nos alerta sobre cómo, en una cultura cada vez más obsesionada con la intencionalidad y orientada a los resultados medibles, hemos olvidado lo valiosas que pueden ser las rutas indirectas y la libertad de perderse, y nos invita a unirnos a las filas de los grandes propagandistas del pensamiento disperso y el tiempo perdido.